miércoles, 13 de enero de 2016

La caja de discos

Mi primer encuentro con la música, la primera memoria que tengo, es cuando mi tía Gloria, quién por ser la hija más joven y que aún vivía con mis abuelos, cuidaba de mí cuando mis padres se iban a trabajar. Yo me entretenía jugando mientras ella limpiaba la casa y usaba el trapeado para simular un micrófono y cantar a todo pulmón los berridos de Amanda Miguel clamando por el rey monstruo de piedra con el corazón de piedra. Me daba mucha risa verla y supongo que ella lo hacía con más intensidad para verme reír y luego tomarme entre sus brazos y devorarme a besos en las mejillas a los que sin duda rechazaría asqueado pero que en el fondo recibiría con gusto seguramente.

Una segunda memoria sería el día que fui al Estadio Azteca acompañado de mis padres para asistir al concierto del grupo español Parchis. Ese día como a la mitad del concierto, algunos de los animadores comenzaron a arrojar regalos hacia las gradas; posters, vasos, botones… la cuestión es que muchos caían en la propia cancha lejos de los asistentes. Mi padre no-sé-por-qué consideró que sería una gran idea ayudarme a brincar la alambrada y correr hacia la cancha por alguno de esos souvenirs.

Al parecer no contábamos con que entre la alambrada y la cancha había un túnel, que parecía una gran trinchera, el cual estaba más alta de lo que se veía y una vez en ella, me fue imposible brincar hacia la cancha, en mi desesperación intenté buscar una salida y me perdí. Me condujeron junto con otros niños a un lugar especial y luego sin más nos arrojaron al estacionamiento del estadio. Oh, México de los ochenta, ojalá nunca te hubieras ido.

Un señor tuvo a bien llevarme hasta el carro de mí papá, sentarme en el cofre y darme las instrucciones: “no te vayas a mover de aquí para nada, tus padres van a llegar en cualquier momento”.

Y así fue. Una hora más tarde mi mamá cubierta en llanto me encontró sentado sobre el cofre.

El Parchis que tantas alegrías me había dado quedaría en mi recuerdo como una trágica experiencia.

En casa teníamos un reproductor de discos de acetato. Teníamos muchos discos de los llamados LP. Uno de mis favoritos era el disco de Odisea Burbujas. Me gustaba mucho cantar e imitar las voces de Patas Verdes el sapo galán simpático y Mimoso Ratón. Cantar la canción del Ecoloco me dejaba con la garganta adolorida al imitar su carraspera. Era mi disco favorito lo podría reproducir una y otra vez y cantarlo y actuar como lo hacían los personajes de mi programa favorito.

 A mi padre le gustaba escuchar a Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Pink Floyd, Janis Joplin, John Mayal y Eric Clapton, entre otros Al igual que a mi tía, también me gustaba verlo disfrutar su música. Solía tocar la armónica e imitaba con la boca los solos de requinto y me invitaba a concentrarme en algún determinado instrumento, luego en otro, después en otro y luego disfrutar el concepto completo de la melodía. Así aprendí a disfrutar la música. Él había perdido el dedo anular de la mano izquierda y lamentaba mucho no poder tocar la guitarra por esto. Aunque en ocaciones lo intentaba y sacaba algunos acordes.

Algunos sábados llegué a acompañarlo al tianguis cultural del Chopo a buscar discos usados que compraba o intercambiaba. El tianguis del Chopo, era un lugar en el que se reunían los rechazados de la música comercial, un lugar al que ni de broma asistiría, por ejemplo mi tía Gloria.

Hippies y rockeros y otras tribus de jóvenes y no tan jóvenes se daban cita para intercambiar discos, ropa, artículos de colección y también para fumar mariguana y hacerse tatuajes horribles, entre otras cosas.

En esos años, mis discos de Parchís y de Odisea Burbujas formaban ya parte de mi pasado pero aún los conservaba con cierto aprecio.


Uno de esos tantos sábados que acompañé a mi padre al Chopo, llevamos una caja completa con muchos de sus discos que según él ya no quería y los intercambio caja por caja con otro tipo que también llevaba una caja completa para vender o intercambiar. Fue un intercambio a ciegas. Ninguno de los dos revisó el contenido ni el tipo de discos que traía.

Cuando llegamos a la casa, empezamos a revisarlos y a clasificarlos. Y al momento de acomodarlos en la repisa donde guardamos todos los discos, noté que los míos ya no estaban.

—¡¿Y mis discos?! —Le pregunté extrañando.

Sin darme mayor importancia me respondió con un escueto “¿Para qué los querías si eran música de chavito?” Mientras seguía revisando sus nuevos discos de intercambio.

—¡Ah, qué cabrón! —Exclamé en mi mente, no podría haberle hablado así.

Como seguía impávido al no poder terminar de procesar la idea de que arbitrariamente se hubiera deshecho de mi niñez así como así, me respondió con un “Bueno, pues agarra los que quieras y que sean tus nuevos discos”.

Así que entre mi coraje me dije a mí mismo “Bueno, pues así sea". Y juzgando al disco por su portada, me quedé entre otros con «Azul» de Real de Catorce y «Cum on feel the noize» de Quiet Riot.

Las personas que me conocieron durante mi adolescencia y juventud e incluso ahora, saben que soy un gran entusiasta de Real de Catorce, que tengo todos los discos y me sé de memoria todas las canciones de todos los álbumes que sacaron y que soy un gran admirador de José Cruz, vocalista y compositor del grupo; y que incluso tenía varios discos firmados por la banda (Que por cierto me robó el Gordito Salmerón) (Si lees esto chingas a tu madre Gordito Salmerón).

Ésa caja de discos llegó a mi vida para cambiarla e impactarla de forma trascendental.




“Habría que matarme, tendrían que matarme, para arrebatarme el blues. Mi dolido corazón se refugia en su calor; mi único consuelo de vivir”


1 comentario:

  1. A mí me costó trabajo deshacerme de mis discos de Odisea Burbujas; la mayoría de los acetatos eran negros, los de Burbujas eran de colores. Si se los heredé a mis primos más chicos fue porque yo también ya estaba renegando un poco de ser chavito. Años más tarde los eché de menos y cuando quise recuperarlos, los muy manitas de intestino ya los habían hecho añicos de fresbee.

    La niñez no vuelve. Y a veces es uno mismo quien —sin pensar en las implicaciones— arbitrariamente se deshace de sus evidencias. A veces sin quererlo uno elige hacerle espacio a lo demás.

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