miércoles, 2 de marzo de 2016

EL FOTÓGRAFO


El calor sofocante de septiembre a las 5:30 de la tarde nos provocaba un sopor tedioso y pesado. En el radio, en cambio, se escuchaba muy fresco al locutor de El Fonógrafo, anunciando una canción de Rubén Fuentes interpretada por Pedro Infante... "Pasaste a mi lado... con gran indiferencia, tus ojos ni siquiera voltearon hacia mí...". Yo estaba sentado en el asiento del copiloto bufando y tratando de encontrar una posición cómoda para dormir; pero el calor y lo ajustado de los asientos de aquel volkswagen sedan me lo hacían imposible. 

No así para mi abuelo que sin hacer el respaldo del asiento mucho para atrás, descansaba plácidamente la nuca sobre su hombro izquierdo y la cabeza sobre el marco de la puerta. La mano izquierda sujetaba el volante quizá por instinto o quizá por comodidad mientras que reposaba la otra mano en el respaldo de mi asiento.

Entre mis múltiples vueltas y retortijones a ratos mis ojos quedaban muy cerca de su mano derecha, aquella mano tan característica por la ausencia de las falangetas de los dedos índice, medio y anular.

Mi abuelo contaba que cuando estaba joven mientras trabajaba en la fabrica Acros una prensa enorme le aplastó los tres dedos, el dolor casi lo dejó inconsciente, dolor, calor, frío... lo llevaron a la enfermería y ahí vio como la enfermera le cortaba uno a uno los cachitos de dedo aplastados y caían en una charolita metálica. Estaban completamente destruidos y ya no iba a ser posible volvérselos a pegar. La fábrica le dio una compensación por el accidente y el dinero lo usó, en parte para comprarse su primera Minolta y empezar a ejercer el trabajo que sería la gran pasión de su vida: la fotografía.



Para cuando yo estaba con él aquella tarde de septiembre, mi abuelo ya llevaba varias décadas siendo fotógrafo, capturaba mi atención su dedo indice mutilado que se movía de arriba a abajo incesantemente, como un tic nervioso que daba la sensación de estar presionando el obturador de la cámara. "Hasta dormido toma fotos", pensaba yo.

¿Checaste las cámaras? - Balbuceó sin abrir los ojos.
"¿Estará soñando?" - Me pregunté mentalmente.

Al recibir mi silencio como respuesta entre abrió el ojo derecho para reafirmarme la pregunta con la mirada. Sí, Abue, Le contesté entonces "¿Y las pilas del flash?" También. Respondí con toda seguridad y esto le dio la tranquilidad para volver a dormir.

Sin embargo a mí me sirvió para alertarme de que algo grande estaba por suceder.

¿Ya viste, Abuelo? lo desperté para que viera el desfile de limusinas y autos de lujo que se aproximaban. La sorpresa no era minúscula, los autos se empezaron a estacionar uno a uno frente a la parroquia de Santa Teresita del Niño Jesús en las Lomas de Chapultepec en el cual íbamos a tomar las fotos de una boda.


Con los años, la formalidad de mi abuelo había decaído un poco. Ya no se ajustaba la corbata hasta arriba ni ponía mucho interés en hacerse un nudo agradable. Su imagen actual contrastaba con las fotos viejas en blanco y negro que colgaban de la pared de la casa de la abuela en la cual se le veía como un apuesto joven pachuco elegante y distinguido, con su bigotito bien afilado y sus zapatos de punta muy bien lustrados. Ahora en la década de los ochenta, ya era un señor regordete a quien apenas le cerraba el botón de la camisa del cuello.

Pero aquella tarde, ante la elegancia de los invitados lo hizo rehacer su corbata y ajustarse la camisa, volteó hacia mí para ver si había algo que podía hacer; intentó pasarme uno de sus sacos extras que llevaba consigo en el asiento trasero, pero al ver mi diminuto cuerpo sólo me dijo que me pusiera una de sus corbatas y me abrochara la camisa.

Bajamos con todo el equipo como de costumbre: una pesada maleta negra con dos Nikon y su fiel Minolta, lentes, flash y baterías.

Llevábamos también una pequeña cartulina que lo acreditaba como miembro de la Unión Mexicana de Fotógrafos de Eventos Sociales y Oficiales. Dicha Unión le respaldaba el derecho exclusivo de tomar fotos dentro del templo durante las ceremonias.

Mi trabajo en cambio era muy sencillo: preparar el equipo, cargar la maleta, estar atento a sus indicaciones e identificar a los padres y padrinos de los festajados: novios, quinceañeras o bautizados, obtener la dirección de su domicilio para al día siguiente llevarles las fotografías y vendérselas. Normalmente bastaba con fijarse en los mejor vestidos de los asistentes y preguntarles directamente.

Pero ese día todos los invitados estaban resplandecientes. Los hombres vestían frac y las mujeres elegantes vestidos largos. Hasta que llamó nuestra atención que muchos de ellos saludaban y felicitaban a un hombre en particular.

"¿Ya viste? es el Polivoz", (Un famoso comediante de la década de los setenta).

Bajó finalmente la novia de la limusina blanca y junto con mi abuelo, otros tres fotógrafos se aprestaron a tomar las fotos del descenso, mientras el orgulloso padre Polivoz la sujetaba tiernamente de la mano.

Nos dirigimos como de costumbre hacia el templo para poder tener un buen lugar durante la caminata de los novios hacía el altar. Pero esta vez un gigantesco hombre en traje azul marino nos impidió el paso y con un bozarrón de ogro nos indicó "Lo siento pero el acceso está limitado a personas con invitación". En ningún momento nos había preguntado si teníamos una, pero a decir de nuestras ropas era obvio que no.

Si algo tenía mi abuelo es que era el hombre más bonachón y amable, era un placer abrazar su cuerpo redondito, de pocas palabras pero muy precisas y siempre muy querido por todos los familiares y vecinos. Pero eso sí, al momento de defenderse se convertía en un hombre que sin gritar ni alterarse imponía respeto. "Pues fíjese que lo lamento pero quienes no van a poder entrar aquí son sus fotógrafos". Replicó mientras sacaba su credencial y continuaba firme. "Mi nombre es Pedro Rosas para servirle, y soy el único fotógrafo acreditado por la Unión para poder tomar esta ceremonia, así que son estos señores quienes no pueden estar aquí".

"Nosotros somos de sociales del Excelsior y podemos entrar a donde sea porque somos prensa" replicaron unos.

Al ver el problema que se estaba presentando en la puerta, el diácono se acercó para ver qué sucedía y después de escuchar los argumentos le dio la razón a mi abuelo. 

Se empezaban a calentar los ánimos entre fotógrafos, diácono y guardia de seguridad. Tuvo entonces que acercarse la madre del novio dirigiéndose a mi abuelo "A ver, señor, nosotros no sabíamos que usted iba a estar aquí y por eso contratamos a nuestro fotógrafo, pero si usted está de acuerdo, le compro todas sus fotografías ahorita mismo si a cambio le permite al mío también tomar la boda... a ver, dígame, cuántas fotos serían y cuánto sería por todas".

Esta vez a mi abuelo su típica caballerosidad y honestidad le hizo replicar en un cálculo mental casi inmediato "Pues serían cincuenta fotografías y unos mil pesos aproximadamente". La señora tomó inmediatamente de su bolso la chequera y le hizo un cheque por los mil pesos. Con el cual se cerró el trato y todos los fotógrafos pudieron entrar.

Al darse la vuelta mi abuelo y yo nos dijimos al unísono y simultáneamente  "Le hubiera pedido más" "Le hubieras pedido más". Nos lamentamos ambos.

Empezó la ceremonia y la maestría de mi abuelo no se hizo esperar, con sutileza y una enorme astucia, se deslizaba entre los otros fotógrafos para estorbarles y él obtener así los mejores ángulos y las mejores fotos en los momentos precisos. "Ffffshhh... ffffshhh... fffshhh" retumbaba entre los murmullos de la gente y el marcha nupcial ese sonido, la batalla de fotógrafos al presionar el obturador de sus cámaras, ese sonido tan romántico y apasionante que aun los teléfonos inteligentes de hoy en día y las cámaras digitales reproducen al tomar una foto. Quienes alguna vez tomamos fotografías con cámaras de 35mm podemos hablar de ese placer que recorre tu cuerpo al sentir el golpe del obturador cuando lo presionas.

Fueron mucho más de cincuenta fotografías, la pasión o la guerra le hizo a mi abuelo tomar casi un centenar de ellas. Obtuve la dirección de ambos padres y las anoté como de costumbre en la libretita.

Llevamos al laboratorio los negativos para su impresión y nos fuimos a casa.

Al día siguiente pasamos por los paquetes de fotografías, casi doscientas. Entregamos primero las cincuenta fotografías ya pagadas y logramos vender las otras cincuenta por quinientos pesos más a la madre del novio que a regañadientes las compró. Luego regresamos al carro para dirigirnos entonces a la casa del Polivoz y venderle las otras cien.

"¡No puede ser!" -dijo mi abuelo notablemente sorprendido-. "Tomaste mal la dirección" -Me reprimió-. Agarré la libreta para cerciorarme. No, esa fue la que me dieron, le repliqué. "Ese es un barrio muy feo, no puede vivir ahí".

Llegamos a una casona enorme, con las paredes escarapeladas, las plantas en las múltiples macetas tenían años de haber muerto por falta de agua. En medio del patio una fuente de cemento con un charquito de agua de lluvia verdosa estancada nos daba la bienvenida.

Tocamos la puerta y nos atendió de mala gana una mujer en bata de dormir con el maquillaje corrido, llamó entonces al Polivoz quien difería mucho al amable y elegante hombre de frac del día anterior o siquiera al agradable comediante que alguna vez había visto en la televisión en alguna retransmisión de sus programas viejos.

Llegó hasta nosotros sin camisa, con sólo una chancla en el pie izquierdo y el otro descalzo, vistiendo pantalones cortos dos tallas más pequeñas de la cintura. Empezó a hojear las fotos no sólo con desdén sino como si le estuvieran mostrando a Hitler las posiciones de los aliados durante la Batalla de Normandía. Estaba visiblemente enojado. 

En otras circunstancias mi abuelo bromeaba con los padres o movía la cabeza afirmativamente y con gusto por la expresión alegre de estos.

Sin terminar de verlas preguntó cuánto iba a ser mientras le extendía la mano para devolverle el paquete de fotos. La astucia y experiencia le dictó que no debía recibirlas. Mientras el cliente las tenga en la mano puede seguir con el proceso de venta y regatear.

-"Serían mil quinientos pesos". Respondió mi abuelo.
-"No, es mucho, no las quiero". Replicó el Polivoz. 

"Son las fotos de su hija". Intervine suplicante como si él no lo supiera. 

-"Setecientos cincuenta y quiero los negativos".
-"Mil pesos y los negativos no están a la venta".
-"Pues entonces no las quiero".
-"Pues entonces las voy a romper todas y a quemar los negativos". Sentenció fulminante  como sí tal acto implicara un terrible maleficio creando un largo e incómodo silencio para el comediante.

Cerraron el trato a ochocientos cincuenta pesos sin los negativos, ambos, mi abuelo y el Polivoz nada contentos con el acuerdo. Nos dio el dinero y mi abuelo me volteó a ver y me hizo el guiño que de inmediato comprendí, me di la vuelta y le grité al Polivoz gruñón en su cara: "¡Ahí madre!" a lo que mi abuelo me respondió con voz chillona "¡Hijazo de mi vidaza!".



Para mi abuelo, Don Pedro Rosas (Q.E.P.D.) Una de las anécdotas más divertidas que pasé con él.










jueves, 28 de enero de 2016

Si se acaba el amor

Si se acaba el amor... 

Si se acaba el amor nos queda el recuerdo,
nos quedan los besos, las caricias, 
las tardes que se hicieron noches mirando el horizonte,
perdiendo de vista al sol en ocaso del mar profundo.
Se quedan las miradas, los silencios,
ese te amo que no surgió porque cuando lo iba a decir me callaste con un beso.

Si se acaba el amor nos quedan las canciones,
las mañanas que entre el café y tu pelo desaliñado
surgía tu sonrisa con ese guiño alegre que le molestaba la luz.
Nos quedan las citas de los libros, las carcajadas,
las frases de películas, los debates intensos que solíamos tener.

Si se acaba el amor nos queda el aroma en el cuerpo,
los rasguños en la piel, las cicatrices en el alma.
Nos quedan las noches eternas que entre jadeos y murmullos nos pedíamos más.
Nos queda la pasión, el desborde de lujuria, los gritos, los gemidos,
ese fuego que nunca quisimos apagar.

Si se acaba el amor se quedan cartas inconclusas,
sueños que construimos y que no pudimos cumplir.
Se terminan los planes, se quiebran las promesas.
Se bifurca ese camino que nos dijimos recorrer.

Si se acaba el amor en realidad no nos queda nada,
quizás el recuerdo, pero también se queda el dolor. 




miércoles, 13 de enero de 2016

La caja de discos

Mi primer encuentro con la música, la primera memoria que tengo, es cuando mi tía Gloria, quién por ser la hija más joven y que aún vivía con mis abuelos, cuidaba de mí cuando mis padres se iban a trabajar. Yo me entretenía jugando mientras ella limpiaba la casa y usaba el trapeado para simular un micrófono y cantar a todo pulmón los berridos de Amanda Miguel clamando por el rey monstruo de piedra con el corazón de piedra. Me daba mucha risa verla y supongo que ella lo hacía con más intensidad para verme reír y luego tomarme entre sus brazos y devorarme a besos en las mejillas a los que sin duda rechazaría asqueado pero que en el fondo recibiría con gusto seguramente.

Una segunda memoria sería el día que fui al Estadio Azteca acompañado de mis padres para asistir al concierto del grupo español Parchis. Ese día como a la mitad del concierto, algunos de los animadores comenzaron a arrojar regalos hacia las gradas; posters, vasos, botones… la cuestión es que muchos caían en la propia cancha lejos de los asistentes. Mi padre no-sé-por-qué consideró que sería una gran idea ayudarme a brincar la alambrada y correr hacia la cancha por alguno de esos souvenirs.

Al parecer no contábamos con que entre la alambrada y la cancha había un túnel, que parecía una gran trinchera, el cual estaba más alta de lo que se veía y una vez en ella, me fue imposible brincar hacia la cancha, en mi desesperación intenté buscar una salida y me perdí. Me condujeron junto con otros niños a un lugar especial y luego sin más nos arrojaron al estacionamiento del estadio. Oh, México de los ochenta, ojalá nunca te hubieras ido.

Un señor tuvo a bien llevarme hasta el carro de mí papá, sentarme en el cofre y darme las instrucciones: “no te vayas a mover de aquí para nada, tus padres van a llegar en cualquier momento”.

Y así fue. Una hora más tarde mi mamá cubierta en llanto me encontró sentado sobre el cofre.

El Parchis que tantas alegrías me había dado quedaría en mi recuerdo como una trágica experiencia.

En casa teníamos un reproductor de discos de acetato. Teníamos muchos discos de los llamados LP. Uno de mis favoritos era el disco de Odisea Burbujas. Me gustaba mucho cantar e imitar las voces de Patas Verdes el sapo galán simpático y Mimoso Ratón. Cantar la canción del Ecoloco me dejaba con la garganta adolorida al imitar su carraspera. Era mi disco favorito lo podría reproducir una y otra vez y cantarlo y actuar como lo hacían los personajes de mi programa favorito.

 A mi padre le gustaba escuchar a Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Pink Floyd, Janis Joplin, John Mayal y Eric Clapton, entre otros Al igual que a mi tía, también me gustaba verlo disfrutar su música. Solía tocar la armónica e imitaba con la boca los solos de requinto y me invitaba a concentrarme en algún determinado instrumento, luego en otro, después en otro y luego disfrutar el concepto completo de la melodía. Así aprendí a disfrutar la música. Él había perdido el dedo anular de la mano izquierda y lamentaba mucho no poder tocar la guitarra por esto. Aunque en ocaciones lo intentaba y sacaba algunos acordes.

Algunos sábados llegué a acompañarlo al tianguis cultural del Chopo a buscar discos usados que compraba o intercambiaba. El tianguis del Chopo, era un lugar en el que se reunían los rechazados de la música comercial, un lugar al que ni de broma asistiría, por ejemplo mi tía Gloria.

Hippies y rockeros y otras tribus de jóvenes y no tan jóvenes se daban cita para intercambiar discos, ropa, artículos de colección y también para fumar mariguana y hacerse tatuajes horribles, entre otras cosas.

En esos años, mis discos de Parchís y de Odisea Burbujas formaban ya parte de mi pasado pero aún los conservaba con cierto aprecio.


Uno de esos tantos sábados que acompañé a mi padre al Chopo, llevamos una caja completa con muchos de sus discos que según él ya no quería y los intercambio caja por caja con otro tipo que también llevaba una caja completa para vender o intercambiar. Fue un intercambio a ciegas. Ninguno de los dos revisó el contenido ni el tipo de discos que traía.

Cuando llegamos a la casa, empezamos a revisarlos y a clasificarlos. Y al momento de acomodarlos en la repisa donde guardamos todos los discos, noté que los míos ya no estaban.

—¡¿Y mis discos?! —Le pregunté extrañando.

Sin darme mayor importancia me respondió con un escueto “¿Para qué los querías si eran música de chavito?” Mientras seguía revisando sus nuevos discos de intercambio.

—¡Ah, qué cabrón! —Exclamé en mi mente, no podría haberle hablado así.

Como seguía impávido al no poder terminar de procesar la idea de que arbitrariamente se hubiera deshecho de mi niñez así como así, me respondió con un “Bueno, pues agarra los que quieras y que sean tus nuevos discos”.

Así que entre mi coraje me dije a mí mismo “Bueno, pues así sea". Y juzgando al disco por su portada, me quedé entre otros con «Azul» de Real de Catorce y «Cum on feel the noize» de Quiet Riot.

Las personas que me conocieron durante mi adolescencia y juventud e incluso ahora, saben que soy un gran entusiasta de Real de Catorce, que tengo todos los discos y me sé de memoria todas las canciones de todos los álbumes que sacaron y que soy un gran admirador de José Cruz, vocalista y compositor del grupo; y que incluso tenía varios discos firmados por la banda (Que por cierto me robó el Gordito Salmerón) (Si lees esto chingas a tu madre Gordito Salmerón).

Ésa caja de discos llegó a mi vida para cambiarla e impactarla de forma trascendental.




“Habría que matarme, tendrían que matarme, para arrebatarme el blues. Mi dolido corazón se refugia en su calor; mi único consuelo de vivir”