sábado, 21 de mayo de 2011

El colibrí

Si no hubiera sido por el gato que lo miraba fijamente ni cuenta nos habríamos dado (ya sabes cómo miran los gatos).

Lo ahuyentamos con una mirada y un gruñido igual de feroz que el que él nos hubiera dado a nosotros si fuera de nuestro tamaño. Cuando se fue, pudimos ver el pajarito ahí tirado sobre el pasto. Tratamos de ubicar a simple vista el nido en el árbol pero las ramas estaban muy altas.

Pobrecito, temblaba de frío.

Lo sujeté entre mis manos con mucho cuidado y me lo eché a la bolsa de la chamarra. Nos fuimos en las bicicletas de regreso a la casa.

Al llegar allá, buscamos una caja de zapatos y algunos trapos viejos para acondicionar su nuevo nido. Fue entonces que lo vimos bien cuando notamos era un colibrí.  Le acercábamos flores al pico pero solo temblaba. Ese temblor nos estremecía tanto como a él. Sufríamos de verlo sufrir y nos angustiaba mucho no saber qué hacer.

Entonces llegó mamá (y como las mamás lo saben to-do), nos dijo que le diéramos agua con miel. Así lo hicimos, mojábamos las flores y las acercábamos a su pico, cuando sintió el agua la empezó a lamer.

Después de comer finalmente dejó de temblar, cerró los ojos y se durmió. No podíamos dejar de verlo, como si fuera un bebé recién nacido. Lo dejamos y fuimos a buscar información de los colibríes. (¿Ustedes sabían que tienen que comer cada dos horas?)

El Pájaro Nené lo bautizamos. Ay mamá, siempre tan ocurrente.

Pues nada, que desde ese día, tuvimos al colibrí dándole de comer a cada rato, nos angustiaba que se le pasará la hora. Cuando tenía hambre, temblaba. Andábamos en la calle y nos acordábamos del pájaro y córrele de regreso a la casa para darle de comer. Desayunaba antes que nosotros y hasta nos parábamos a media noche para ver si estaba bien.

Le fueron creciendo y despegando las alitas, se agarraba de una rama que habíamos puesto adentro de la caja y aleteaba fuertemente sin soltarse, se veía bien bonito queriendo volar, me imaginaba que si tuviera mucha fuerza, saldría volando cargando su caja de zapatos.

Pasaron ocho días y ya se salía de la caja, pero no volaba bien, chocaba contra todo y lo teníamos que guardar otra vez.

Temíamos también que no supiera comer cuando se fuera. El instinto le decía que era hora de abandonar el nido y a sus amorosos y preocupones padres humanos, para convertirse en un joven y apuesto colibrí.

Entonces lo llevamos otra vez al parque de donde lo recogimos y le dimos de comer por última vez. Empezó a agitar sus alas y voló.

Se fue.

Se paró en una rama y brincó a otra, luego voló de un árbol a otro y luego lo perdimos de vista. Lloramos de alegría un poquito, nos dio orgullo haber cuidado de él y salvarlo al menos una semana. No sé si el mismo instinto le diría que ya no habría flores con agua y miel directo a su pico, y que tenía que empezar a buscar el alimento por sí mismo.

Nos gusta pensar que se logró, que vivió y que él, era el mismo colibrí que a veces volaba cerca de la casa y pasaba a saludarnos, a decirnos gracias o a presumirnos lo guapo que se puso.