sábado, 16 de abril de 2011

Los Abuelos.

Me gustaba mirar hacia atrás, ver como se levantaba la polvareda a nuestro paso, el motor del Valiant 72 rugía con furia, como si se quejara con el abuelo por sacarlo de la ciudad y meterlo en ese camino de terracería. Las pequeñas rocas salían disparadas hacia los lados y yo me entretenía pensando en las pobres hojas de los arboles que estaban a un lado del camino, todas terrosas, molestas quizá por haber nacido justo ahí y condenadas a vivir llenas de polvo y tierra.

En la radio sonaban canciones viejas, tan viejas, que hacía parecer aun más viejo el radio, el auto y a la abuela que dormitaba en el asiento de al lado, su cabeza bamboleaba de aquí para allá pero no la despertaba, o tal vez hasta la arrullaba. El calor era seco y el camino parecía interminable, el sol radiante nos seguía y las montañas parecían moverse lentamente, las nubes iban tornando en formas que me exigían con insistencia parecerse a algo, a cualquier cosa pero no pasar desapercibidas como un simple cúmulo en el cielo.


Cuando fue joven mi abuelo, dejó el pueblo, se fue a probar suerte a la ciudad de la mano de mi abuela con su primogénito en brazos. Una vez allá trabajo de obrero, cartero, repartidor… hasta que un buen día se hizo asistente de fotógrafo y de ahí aprendió el oficio que ejercería toda su vida con tanta pasión, y del cual todos nos sentiríamos orgullosos por la maestría y el arte con el cual desempeñaría por el resto de su vida laborar, hasta aquel triste día en que simplemente ya le fue imposible sostener la cámara y enfocar, debido a que tenía que sostener el bastón.


Desde que salió, ya no regresó a su pueblo sino muchos años después cuando su padre ya enfermo no podía hacerse cargo de las tierras para sembrar y él tuvo que tomar la responsabilidad de administrar.


Tuvieron muchos hijos, y después muchos nietos, entre ellos yo, que ese día viajaba en el auto del abuelo viendo la polvareda que dejaba el Valiant a su paso, en uno de sus múltiples viajes a su tierra natal.


Allá, había una casa grande, de dos pisos, con cuatro recamaras y solo un televisor en blanco y negro, que captaba apenas la señal borrosa de 3 o 4 canales, mis anheladas caricaturas simplemente no figuraban allí, mis primos odiaban ir al pueblo, tan lejos de la civilización y sus comodidades. Pero para mí, era un lugar mágico.


En cuanto llegábamos me bajaba del auto y buscaba con la mirada a mis amigos Isidro y Ventura, muchachos con la cara roja, quemada por el sol y con la frente arrugada, caras de viejo con cuerpo y alma de niño, sucios y rotos de la ropa, me chiflaban desde arriba del árbol para que fuera a jugar con ellos, cazábamos liebres, codornices, matábamos víboras, nos trepábamos a los arboles de granada y comíamos hasta que nos dolía la panza, con las mejillas coloradas manchadas por el jugo de la fruta, caminábamos hasta llegar a un río donde nadábamos y nos lanzábamos desde los arboles. Me contaban leyendas terroríficas de brujas y demonios que se convertían en perros para atormentar a la gente mala.


Apenas hablaban español, entre ellos hablaban Otomí, pero nunca cuando estaba yo para que no pareciera que dijeran algo malo de mí, aunque sabía que nunca lo harían, éramos amigos.


Aunque eran niños tenían que ayudar, y su labor consistía en llevar a los borregos a pastar al cerro, nunca fue trabajo en realidad, era una emoción y más que nada un juego.

Por las noches hacíamos fogatas y comíamos elotes asados, mi abuela platicaba anécdotas, muchas veces nos contó la misma y aunque ya la sabíamos pedíamos que la contara otra vez, con la esperanza de que recordara nuevos detalles o simplemente reír nuevamente de lo que ya sabíamos que iba a pasar al final de la historia. Por muchos años mis vistas al pueblo fueron aventuras, rasguños, moretones y mordeduras de animales, muchas carcajadas y recuerdos gratos. Hasta que un día crecí, dejé de ir al pueblo y los niños se hicieron hombres.

Es curioso ver como las personas cambiamos tanto en tan poco años mientras los arboles, los ríos y las montañas pareciera que siempre serán los mismos.

Hoy el abuelo ya no maneja, difícilmente camina y la abuela solo dormita en un sillón, enferma, ya no nos puede contar las viejas anécdotas. Hoy solo la miro con su carita ya muy arrugada mientras le acaricio su cabello delgadito y la abrazo para oler ese olor suyo a cariño, a lágrimas que me secó en su gabán, a las manzanas que nos comíamos en el camino al pueblo cuando yo era niño, ese olor a sus besos en mi frente, al recuerdo de su voz que se quebraba mientras cantaba las plegarias en la iglesia.

Somos lo que las personas que amamos dejaron en nosotros, muchas veces sin saber que lo estaban haciendo.